Ángel Cabeza Monteira   

Universidad de Tarapacá 

Capítulo Regional de Tarapacá de Chile Descentralizado

Los Estados establecen fronteras para definir su territorio e imponer el poder de quienes los administran sobre una población en la que va construyendo una identidad nacional, que muchas veces anula o minimiza, la diversidad cultural de sus comunidades y el dominio ancestral que han tenido sobre su espacio vital y recursos. Paralelo a la construcción de fronteras exteriores los Estados también diseñan fronteras interiores de carácter administrativo, social y económico, generalmente en contradicción con la historia local y los propios intereses de sus habitantes, tratando de extraer el máximo beneficio, generando una desigualdad territorial, que se acentúa con los años, y que a la larga atenta contra la propia identidad nacional que busca construir. Esa ha sido la historia de muchos países de América durante el siglo XIX y XX, cuyas élites gobernantes han visto su territorio y sus gentes como su propia hacienda y muchas veces al servicio de intereses externos.

En las últimas décadas la globalización y el sistema económico neoliberal han impuesto nuevas estructuras de explotación de recursos, de comercio internacional y de migraciones poblacionales, desmantelando los sistemas industriales y productivos tradicionales de muchos países. Ello ha significado nuevos patrones de acumulación de riqueza en ciertos grupos económicos de carácter internacional y acrecentando la desigualdad, con velos de aparente bonanza que se desnudan en cada crisis económica, social o de salud, como las que vive Chile en la actualidad.

En los años 60 y 70 del siglo pasado se inició en nuestro país un debate sobre cómo lograr un cambio radical, que permitiera resolver la pobreza de buena parte de la población y alcanzar un desarrollo más equitativo en todo sentido. El discurso ideológico político se impuso con sus propias premisas teóricas en un sentido u otro, pero una idea central permaneció tras el Golpe de Estado de 1973: Chile requería de una nueva estructura administrativa y territorial que tuvo cuerpo y sentido de futuro en el concepto de regionalización, donde los recursos, capacidades e iniciativas de las nuevas regiones, que agrupaban antiguas provincias, pudieran desarrollarse.

Sin embargo, el proceso de regionalización, que consideraba una descentralización progresiva de los poderes económicos y políticos acumulados en la capital ha sido largo, complejo y poco efectivo en sus aspectos centrales, generando nuevas formas de control y concentración, incluso más eficientes que las que existían antiguamente. En muchos casos se crearon nuevas explotaciones e industrias cuyos beneficios económicos se trasladaban a Santiago, quedando sus impactos negativos en los territorios, siendo ejemplos notorios de ello el sector forestal, minero, pesquero y agroindustrial.

Desde los orígenes de la república, Chile ha debatido entre pocos su mejor organización territorial y política. Un primer intento de estructura federal fracasó recién lograda la independencia. Igual destino tuvieron décadas después dos revoluciones impulsadas por las élites provinciales del sur y del norte en contra del centralismo de la élite santiaguina, la cual logró imponerse y tener el control de todo el país. Desde entonces la capital fue concentrando todo el poder y las decisiones económicas del Estado. Incluso frente a tal realidad, las élites provinciales creadas a lo largo de los siglos coloniales y los nuevos inmigrantes exitosos, se fueron trasladando a Santiago, donde los principales hacendados, empresarios mineros y comerciantes residían oficialmente con sus familias, siendo el resto del país sólo un espacio para sus emprendimientos, pero Santiago el principal receptor de tales fortunas.

Hubo algunos intentos de conformar polos empresariales, productivos y centros políticos en Valparaíso, Concepción, Iquique y Punta Arenas, pero no pudieron oponerse al efecto centralizador de Santiago, donde residía el poder real en lo político y económico. El país seguía siendo una gran hacienda, donde la casa patronal principal estaba en Santiago.

La regionalización iniciada en la década de los 70, hacia el final de la Guerra Fría, que enfrentó al mundo en dos visiones opuestas, fue adquiriendo un sentido diferente debido la globalización neoliberal de los años 80 y la apertura comercial del país, situación que se profundizó con la llegada de la democracia en los 90. 

No obstante se ha avanzado en algunos aspectos, pero con mucha resistencia y dobles discursos desde todos los frentes políticos, en los cuales primó la forma más que el fondo, donde el centralismo ha sido la frontera más difícil de derribar y que ha mantenido un desarrollo desigual y sin equidad para una gran mayoría del país.

Para cambiar esta triste realidad y perfilar un futuro más promisorio y solidario se deben enfrentar dos ámbitos de problemas. El primero y más profundo es de tipo cultural, que se expresa a nivel individual y social. El segundo es político y económico e implica lograr una participación ciudadana real y democrática. 

En el primer ámbito debemos cambiar nuestra forma de ver el país desde el centro, y la tarea de todos en ello es sustancial, lo cual no será posible sin una amplia movilización social. Se trata de construir culturalmente un nuevo paradigma de país donde los ciudadanos reconocen su diversidad y diseñan un nuevo pacto social. 

El segundo ámbito significa cambiar profundamente las reglas de organización territorial y económica del país, de avanzar hacia representatividad real de la población en cada región, pudiendo elegir democráticamente a todas sus autoridades, de un cambio del sistema impositivo y del destino de los ingresos nacionales, dejando progresivamente atrás el presidencialismo absoluto que impone la actual Constitución Política y que el gobierno central decida la mayor parte de la inversión pública, pero manteniendo una solidaridad nacional de la riqueza que cada territorio produce para lograr un desarrollo más equitativo.

La posibilidad de diseñar en democracia una nueva Constitución Política, con una amplia participación ciudadana, ofrece un escenario que debe ser cuidado y aprovechado en todas sus dimensiones. Uno de los temas centrales será consagrar en dicha constitución una nueva estructura y organización del país, un acuerdo social que permita reflejar la diversidad cultural y territorial, y una distribución de la riqueza que garantice posibilidades de desarrollo para todos. Es un tremendo desafío.

La crisis social y de salud que vivimos hoy, nos muestra una vez más, la pobreza y la desigualdad que por años hemos disfrazado y ocultado. Hay un clamor general por dignidad y por terminar con los abusos. El sistema económico que se instaló en Chile se agotó y demuestra que más que la pobreza, el principal problema es la concentración de la riqueza del país. Un Chile descentralizado, pero no fragmentado, es una oportunidad que debemos explorar con todos sus desafíos en un nuevo pacto ciudadano para construir una sociedad más justa, solidaria y respetuosa de su diversidad cultural y territorial. 

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