El siglo XX ha sido el siglo más rápido de la historia. Nunca antes se sucedieron tantos cambios en todo orden cosas que fueran vividos por tan pocas generaciones. La producción de bienes, la alteración de los ecosistemas y la expansión de las ciudades, junto con el acelerado desarrollo de las comunicaciones y de la ciencia han modificado profundamente nuestra percepción del mundo y de cómo nos relacionamos con los territorios en los cuales habitamos y con toda la Humanidad. Esta nueva concepción del tiempo nos lleva a comprender nuevas formas de entender el pasado, muchas veces contradictorias entre si. Un pasado cuyos testimonios físicos desaparecen a una velocidad sorprendente haciendo patente nuestra efímera existencia. Sin embargo, esa misma conciencia individual y social de pérdida de las raíces personales y colectivas ha generado un movimiento creciente de protección de aquellos bienes, de los lugares, de los paisajes, del entorno natural en los cuales reconocemos una diversidad de valores que queremos mantener o que consideramos vitales para darle sentido a nuestras vidas y que deseamos legar a nuestros descendientes.En este contexto, la protección del patrimonio natural y cultural ha sido una tarea contra el tiempo y contra la falsa contradicción entre la conservación y el desarrollo, ya que ambas son posibles y necesarias para la mejor calidad de vida de todos. Si bien durante el siglo XX la destrucción del patrimonio ha sido enorme, también dicho siglo ha marcado el inicio de esfuerzos concretos por detener tales acciones, muchas veces levantadas en nombre del progreso. La Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial de la UNESCO de 1972 resume las iniciativas de décadas en tal sentido, siendo hoy la convención de UNESCO más valorada y suscrita por casi todos los países del mundo.